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NOCHE DE FIESTA
Aportación de nuestro amigo
vyk777
A finales del siglo pasado (¡hay que joderse cómo pasa el
tiempo!) decidí hacer un curso de doblaje. Al mismo nos matriculamos como unas
veinte personas de diferentes edades, pero yo congenié en particular con un
chaval dos o tres años más joven que yo, Pablo. Ambos compartíamos los mismos
gustos y aficiones: deporte, cine, teatro, interpretación, lectura… y algún otro
hobby más que me llevó algún tiempo descubrir. Nuestro trato se limitaba única y
exclusivamente a las clases y a las breves y amenas charlas que manteníamos
durante las pausas entre las clases de sincronización y doblaje, propiamente
dichas, y las clases de interpretación. El curso transcurrió como todos los
cursos, con más altos que bajos y, al cabo de nueve meses, llegó el momento de
concluirlo. Como era costumbre, nos despediríamos todos en una comida, que luego
se convirtió en cena, a la que nos apuntamos casi todos. La cena terminó antes
de la medianoche. Los más muermos se retiraron a sus hogares y los más calaveras
(entre los que nos hallábamos Pablete y yo) nos pasamos la noche entre garitos y
terracitas, copitas y chupitos. Lo normal, vaya. A eso de las tres de la
madrugada yo tenía la vejiga a reventar. “Tíos,” digo, “no puedo más, necesito
echar un meo urgentemente.” Me levanto de la silla y Pablete, como una sombra,
detrás. “Yo tampoco aguanto más, tronco.” Nos dirigimos al servicio. Cutre, por
supuesto: un lavamanos, dos urinarios de pared y un cagadero al fondo. Los
urinarios, ocupados. Le digo: “Venga, entra tú y date prisa, por favor.” “No,
no” dice él, “pasa tú.” “Que no, hombre, que pases tú.” “Pero que no, que entres
tú.” Total, que entre las ganas de mear y el medio pedo que llevábamos decidimos
entrar los dos, como buenos colegas. El cagadero, con un olor a tigre intenso
pero no del todo desagradable, era más ancho que largo, de modo que nos tuvimos
que colocar casi uno enfrente del otro. Pablo se desabrocha el cinturón, se baja
la cremallera y se baja un poco el pantalón para estar más cómodo (entiendo este
gesto perfectamente porque es casi lo mismo que hago yo). Se saca la chorra y me
fijo en la mata de pelo rubio que la rodea, tan espeso que casi parece castaño.
Completo el mismo ritual y nos ponemos los dos a aliviar nuestras vejigas. Con
los ojos casi en blanco nos sacudimos las vergas y me percato de que Pablo se ha
quedado mirando fijamente mi polla. “¡Qué gorda!” dice entre risas. Y yo,
contemplando la suya: “¡Y tú qué larga!” Más risa tonta. Entonces me espeta:
“Pues no veas cómo se pone cuando…” Y sin decir más se empieza a subir y bajar
el prepucio so pretexto de sacudirse las últimas gotas. Más risas. Pero en
cuestión de cuatro segundos veo cómo aquello ha crecido hasta convertirse en un
señor rabaco. El mío, mi nabo, como si hubiera pulsado un resorte, crece
apuntando hacia el techo. Y más risas, jajaja. Pablete me sonríe con cara de
pícaro, me guiña el ojo izquierdo y le propina un puntapié a la puerta, que solo
se queda entornada. Nos la pelamos el uno frente al otro en un pajote morboso a
tope. En breve se nos acelera la respiración y mi colega empieza a soltar
trallazos apuntando con el nabo hacia el agua del w.c. Yo, que veo cómo dispara
sus chorros, empiezo a soltar los míos también apuntando hacia abajo. En un
descuido suyo me suelta el último, que se queda colgando pringándome los pelacos
de la pantorrilla (era casi verano e íbamos los dos con pantalón corto). Y
empezamos a carcajearnos a mandíbula batiente. Yo creo que al sacudirnos las
últimas gotas de lefa el uno salpicamos el rabo del otro, pero no lo puedo
asegurar. Con el único trozo de papel que quedaba me limpié como pude el pringue
de lefa de la pierna y, como no había más papel, nos tuvimos que esconder las
pollas sin limpiar los restos de semen (yo sigo queriendo creer que nos las
guardamos llevando restos del semen ajeno). Solo puedo añadir que esta paja fue
una de las pajas más morbosas que he vivido en mi vida y que la noche fue
avanzando todo lo normal que puede avanzar una noche de fiesta… O no.
A eso de las cinco de la mañana, ya con las terracitas
cerradas y tras seguir de copas por dos o tres garitos más, el cansancio empezó
a hacer mella en nosotros. De los seis que aún continuábamos la fiesta, solo
quedamos tres: Pablo, Nacho y yo. Reacios a concluir abruptamente la diversión
hablamos de tomar la “penúltima.”
Lo típico. Andábamos por la zona de Huertas, en Madrid, y Pablo nos dice que él
vive muy cerca, en el Barrio de Las Letras; y que vive solo. Pues nada, para
allá que nos vamos los tres. Nos dirigimos a su apartamento, a unas cuatro
manzanas de donde nos encontrábamos. Pablete tenía novia, pero no vivían juntos;
Nacho, con veintidós años, seguía en casa de sus padres en Soria y solo bajaba a
Madrid los dos días de clase y yo, atravesando en ese preciso momento los
prolegómenos de una triste y dolorosa separación anunciada que concluiría en
divorcio, no tenía que dar cuentas a nadie (por aquel entonces la que era mi
mujer y yo habíamos decidido hacer cada uno su vida sin dar explicaciones al
otro). Subimos a casa de Pablo y nos sentamos los tres en el sofá. Y lo que se
suponía que iba a ser la penúltima o, como mucho, la última, se convirtió en
varias últimas.
Me despierto a eso de la una de la tarde sin saber dónde
coño estoy y con la cabeza dándome vueltas. Con los ojos cerrados me coloco del
otro lado y percibo cerca de mí un olor característico e inconfundible,
familiar, pero que nunca había olido tan cerca en nadie que no fuera yo. Abro
los ojos y lo primero que veo es un brazo levantado por encima de
una almohada y dejando al aire un sobaco lleno de pelos que desprende los
olores propios de una noche de
fiesta seguida de permanecer varias
horas en la cama. Y mi nariz casi dentro de su axila. Me separo un poco y
recorro con la mirada un cuerpo desnudo. Me detengo en el culo, poderoso y
recubierto por una pelusa densa y rubia que va desde la rabadilla hasta el
centro de la raja, donde se vuelve más oscura. Y muslacos potentes, también
recubiertos de vello rubio. Ahí me doy
cuenta de dos cosas: la primera, que ese cuerpo es de Pablo; la segunda, que yo
también estoy en pelota picada y a su lado. Las ganas de echar un meo y el
ligero mareo me impiden pensar más. Me levanto, veo una puerta abierta dentro de
la habitación y es el baño. Echo el meo sosegadamente. El siguiente paso es
encontrar la cocina y beber toda el agua que pueda. Otra puerta da a un largo
pasillo que termina en el salón, con una pequeña cocina en plan “office.”
Localizo el frigorífico, me hincho de agua y es entonces cuando escucho un suave
ronquido.
Me giro y veo en el sofá del salón,
despatarrado, tripa arriba, roncando con la boca abierta, igualmente en bolas
como yo y con el rabo totalmente erguido a Nacho. No dejo de flipar. Tiene el
cuerpo fibradete, como si practicara natación, con los hombros anchos y el
abdomen bastante lisito, recubierto de vello negro. Mantengo un rato la mirada
en su rabo tieso y, por segunda vez en las últimas horas, mi miembro se yergue
de repente. Recorro el pasillo de vuelta a la cama, con el cipote “to” tieso.
Con cuidado de no perturbar el descanso de Pablo me tumbo despacio a su lado;
primero boca abajo, pero mi erección continúa y me molesta, así que me coloco
mirando al techo. Cierro los ojos e intento echar una cabezadilla. Al rato me
despierto y noto que sigo empalmado. Escucho a mi lado un suave “runrún” y abro
los ojos. Justo donde alcanza mi vista tumbado veo a Pablo, que también está
tripa arriba, y se está cascando un pajote. Cuando se da cuenta de que me he
despertado, me mira sonriente y baja la vista hacia mi pene como invitándome a
que le acompañe. Lo hago sin ningún reparo. De hecho, me da un morbazo tremendo
hacerme una paja delante de otro tío, sobre todo si el otro tío también se la
está haciendo. Compartir esa complicidad y camaradería masculinas me pone a mil.
Estábamos los dos disfrutando a tope de nuestra paja cuando nos percatamos de
una tercera presencia entre los quicios de la puerta que conducía al salón.
Levantamos la cabeza y vemos a Nacho. Un poco más delgado y alto que nosotros,
se queda un rato ahí, sobándose los cojones y observándonos con una mirada
traviesa. Solo abre la boca para decir, mientras se acerca, “Joder, troncos, ya
podríais haber avisado, ¿no?”
Y viene hacia nosotros; con la polla tiesa, por supuesto.
Se sube a la cama, separa un poco nuestros muslos, que se habían juntado
mientras nos masturbábamos, y se coloca entre los dos. Sin decir palabra agarra
mi rabo con la mano izquierda y el de Pablo con la mano derecha y nos empieza a
cascar un pajote en plan “Novecento” (ya sabéis, esa escena de la película de
Bertolucci con R. De Niro y G. Depardieu), pero con el aliciente adicional que
reporta el que sea una manaza masculina curtida en mil batallas “pajeriles”
quien te la haga y no una mano femenina, menos experta en esas lides. Pablo y yo
casi rozando el séptimo cielo, hasta que Nacho empieza a mover la cabeza mirando
uno y otro rabo como debatiéndose entre ambos hasta que, finalmente, se decanta
por el mío, inclina la cabeza, me cosquillea los huevos, tira del escroto hacia
abajo para tensar más mi nabo y lo engulle hasta el fondo. Entonces recuerdo el
pajazo de anoche con Pablo en el que nos guardamos las pollas aún manchadas de
lefa y hago intención de retraerme
un poco pero mi colega, que parece que con la mirada me ha leído el pensamiento,
encoge los hombros, frunce un poco los labios, arquea las cejas y dice algo,
casi en un susurro, que yo descifro al leer sus labios: “¡Qué más da, tío! Más
sabor.” Sonrío y me entrego al placer que me está dando Nacho con su increíble
zampada de nabo, mientras mi vista va alternativamente de los ojos de Pablo
(que, con un atisbo de envidia, no pierde ripio a la espera paciente de que le
llegue su turno) a la ordeñada febril que le está aplicando el chaval. Y todo
esto, medio en penumbras. Imaginaos la situación: tres maromos en pelotas,
recién levantados, cachondos perdidos, los tres con vello (lo cual para mí es un
valioso plus), desprendiendo los olores típicos de los tíos recién levantados
(no hace falta entrar en detalles, que cada cual imagine a su gusto), la
habitación no excesivamente grande (lo que contribuye a que el aroma a sexo
entre hombres se condense) e iluminada tenuemente por la luz que entra por las
rendijas de una persiana bajada a medias; por el suelo esparcidos gayumbos,
“calcetos”, “zapas”… En fin… un morbazo de la hostia. A punto estuve de soltarle
toda la leche en la boca en repetidas ocasiones, pero me contuve como pude.
Cuando Nacho me hubo limpiado el sable a conciencia (y uso la conjugación “hubo
limpiado” para que el relato no sea tan prosaico e incorporar algo culto a esta
historia), cambió de tercio y dirigió sus mimos al pene de mi colega, encantado
de recibir las mismas atenciones que acababa de recibir yo.
Pablo se acomodó con cara de satisfacción y puso las manos
en la almohada detrás de su cabeza. Nacho se colocó a cuatro patas y repitió la
misma operación que había hecho conmigo: estiró hacia abajo el escroto de Pablo,
para que se tensara aún más el rabo
y se lo metió en la boca, lamiéndolo con fruición. Yo, tumbado al lado, miraba
la cara de gusto de mi colega y el colosal mamadote que le practicaba el chaval
mientras me la seguía meneando como un gorila. Y Pablo jadeando como un verraco.
(Sí, sí, jeje, todo muy animal).
Al rato veo que Nacho desplaza un poco su cuerpo hacia la
izquierda y yo supongo que es porque le da morbo que mientras le zampa el nabo a
mi colega yo pueda pajearme viendo su culo en pompa y sus pelotas colgonas
moviéndose al vaivén de la mamada. Parece que a Pablo se le pasa lo mismo por el
coco, pero él va un poco más allá. Me hace un gesto con la cabeza como
concitándome a que tomara la iniciativa para que pasara a otro nivel. Lo
entiendo al instante y, ni corto ni perezoso, me levanto con el nabo más duro
que un pedrusco y me coloco detrás de Nacho, pegado a su culo. Restriego mi rabo
lleno de babas por el vello de sus nalgas y el tío se concentra más en el cipote
de Pablo. Me percato de que separa un poco sus muslos, dejando más abierta su
raja y más visible su ojete. Lo interpreto como una señal inequívoca de lo que
quiere que haga. Le lanzo un lapazo en mitad de la raja y mientras va resbalando
la saliva hasta llegar a su ojal me disparo otro lapo que da de lleno en mi
capullo. Paseo mi polla entre sus nalgas y termino de lubricarme bien el rabo.
Apoyo el glande en su agujero oscuro y entra sin ninguna dificultad. Le clavo el
resto del troncho, a saco, hasta dentro y me quedo quieto un momento
contemplando desde arriba cómo se confunden los pelacos de su ojete con los de
mi matorral. Pablo cambia de posición y se arrellana contra el cabecero de la
cama, se sienta en la almohada, sube las rodillas, apoya las plantas de los pies
y se despatarra bien para que Nacho le siga comiendo el nabo.
Así, desde mi ángulo, puedo incentivarme viendo la cara de
vicio de mi colega y él puede ver desde su posición cómo contraigo el pecho con
cada embestida que le meto al chaval. Y a cada empujón, gemido de Nacho y jadeo
de Pablo que, con cada nueva arremetida,
le clava más el rabo en la boca. (Sí, ya sé lo que estaréis pensando todos: qué
necesidad había de arriesgarse estúpidamente al follármelo a pelo. Cierto. Lo
sé. Vais sobrados de razón. Pero en ese momento ninguno de los tres pensábamos
con la cabeza. Por suerte, no pasó nada. Por otra parte, una cosa os digo, como
dijo aquél: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” Y ni él
la tiró).
Pues eso, que paso un rato largo petando el culito de Nacho
mientras él le come el cipote a mi amigo. Por lo que se ve Pablo se cansa de la
postura y comienza a deslizarse por debajo del cuerpo de Nacho, como reptando,
ayudándose con la espalda y los talones justo hasta llegar a la altura del rabo
del chaval. Alza la cabeza y se lo mete en la boca.
Yo imagino la visión que tiene desde abajo y me pongo más
cerdo por momentos: estará contemplando como mi rabo entra y sale del culo de
Nacho, cómo botan mis pelotas, el olor a sexo que desprenderemos al follar… La
sorpresa inicial de Nachete se traduce en una contracción del esfínter que me
produce una sensación abrumadora de placer, solo comparable a cuando Pablo
decide dejar de comerle el rabo y empieza a lamerme a mí las pelotas con su
lengua húmeda y caliente. Me las chupa, me babea los pelos de los huevos y a
intervalos se mete uno u otro en la boca. Se incorpora y decide lamerme toda la
raja del culo, de arriba abajo, de abajo arriba; se entretiene un poco en el
pequeño matojo que tengo entre los huevos y el ano y, por último, se entrega en
exclusiva al ojal. Lo lame, lo succiona, lo mordisquea suavemente y hasta logra
meter unos milímetros la lengua. Se levanta y acopla su miembro entre mis
glúteos. Con precaución va descendiendo poco a poco hasta mi entrada trasera.
Sus intenciones están más que claras y mi ano se contrae mecánica e
instintivamente. Junto un poco las piernas. Obviamente capta la señal, desiste y
se retira. Se pone de pie en la cama y se acerca a la altura de mi cara
cambiando de estrategia. Tengo su rabaco a un solo palmo del careto y me llega
todo su olor. Posa su mano en mi nuca y con delicadeza la conduce hasta su
polla. Como lo cortés no quita lo valiente no me resisto y si antes no le he
dejado que me rompiera el culo, ahora no tengo problema en comerle toda la
verga. Cosa de las preferencias. Con una mano en mi nuca y otra agarrándose el
nabo, pasea el agujero del glande por mis labios, dejando un pegajoso reguero de
líquido preseminal. Abro más la boca y me mete todo el cipote con ímpetu
golpeándome el paladar. Saboreo su miembro. Lo introduce por completo hasta que
mi nariz queda empotrada en su pelambrera, esnifando todos los olores a macho
que desprende, una mezcla de notas olfativas que van desde el aroma a esperma y
meo, hasta almizcle y sudor varonil, pasando por una intensa combinación de
penetrantes feromonas que me nubla los sentidos y me provoca un conato de
orgasmo que a duras penas consigo controlar. Menos mal que logro utilizar un
truco que siempre me ha resultado infalible: aprieto el ojete y cuanto hasta
diez. Después de eso puedo aguantar lo que me echen y solo correrme cuando yo lo
decida. Y henos ahí a los dos compañeros de curso como dos taladradoras: él,
taladrándome la boca y yo taladrando el culete de Nacho.
Disfrutamos durante unos minutos de esta situación, entre
resuellos, gemidos y jadeos. Lo miro a los ojos y articulo como puedo un “Quiero
verte follar.” Bufa como un toraco moviendo la cabeza hacia los lados y me saca
el rabo de la boca. Hago yo lo mismo sacando mi rabo del culo de Nacho. Pablo se
posiciona detrás del chaval y lo empotra con su pollón. Nacho da un respingo. Se
ve que el rabo de Pablo, más largo que el mío, ha percutido en paredes a las que
yo no podía acceder. Me bajo de la cama y me pongo de pie detrás de ellos, en
plan voyeur y sin parar de darle a la zambomba. Me dirijo entonces a la cabecera
de la cama, me agacho un poco y pongo mi rabo a la altura de sus caras. Ambos
compiten por ver quién se mete mi polla en la boca. Por supuesto, hay ocasión
para que cada uno disfrute de su ración.
Al cabo de un tiempo Pablo hace que Nacho cambie de
postura. El chaval se pone debajo de él y coloca sus piernas sobre los hombros
de mi colega. En esta posición la verga de Pablo llega hasta zonas más
recónditas y Nacho no para de berrear. Yo aprovecho y, como si estuviera
haciendo una sentadilla, me coloco en cuclillas sobre la cara de Nacho, que
empieza a lamerme el ojete, más abierto que nunca, y los huevos. Pablo, sin
parar la follada, que cada vez se torna más intensa, agacha su cara hacia mi
rabo y me lo come. No os podéis imaginar lo que significó ese momento. O sí, no
sé, quizá sí.
Me canso rápido de estar a horcajadas y vuelvo a ponerme de
pie, fuera de la cama, con la sana intención de observarlo todo en la distancia
sin parar de zurrarme el trabuco, rojo como un fresón maduro y con todas las
venas a punto de reventar.
Imagino que llegados a este punto la mayoría de vosotros ya
se habrá percatado de las fijaciones que tengo: una, por los olores, que en
honor a la verdad he de decir que es más de pensamiento que de acción y la otra
es por el vello corporal en general y en el rabo, las piernas y el culo, en
particular. Fijación esta última que no sé de dónde, cuándo ni cómo me viene.
Pero ahí está. Supongo que tendría que remontarme a mi infancia y escarbar en
los recuerdos para encontrar el origen, pero no es ni el momento ni el lugar
para hacerlo. No es que no sepa apreciar la belleza –cuando la hay– de un cuerpo
masculino sin vello. Lo que ocurre es que cuando veo un cuerpo así mi mente solo
piensa en la piel de los bebés y eso, la verdad, me pone más bien poco. Por
favor, que ninguno se moleste, que bien lejos de mi ánimo está ofender a nadie;
además, como dice el refrán, para gustos se hicieron los colores. Para mí un
hombre depilado es como un león sin melena, o un caballo sin crines, o una cebra
sin rayas… Y así seguiría hasta no parar. Insisto, que no lo digo por molestar,
que solo es un criterio personal y, como todos los criterios, está sujeto a la
subjetividad. Yo creo que todo viene de la educación recibida; que yo desde
adolescente tenía bien claro el asunto de las características sexuales
secundarias. Y claro, en el hombre, una de ellas, el vello. Por ejemplo, ¿una
mujer sin curvas marcadas y poco pecho es menos mujer? Obviamente, no. Pero yo
la veo menos femenina. Y vuelvo a repetir que es meramente un punto de vista
personal. ¿Un hombre que se depila pecho, rabo, culo… es menos hombre? ¡Pues
tampoco! Pero… uffff, donde esté el vello… Que yo no puedo evitar verlo más
viril, vaya. Y si me dan a elegir entre un rabo peludote y uno depilado, está
claro cuál sería mi elección. Creo que cualquiera que tenga una fijación o
fetichismo me comprenderá a la perfección.
Más de uno estará diciendo en este momento que a qué vienen
ahora esta sarta de divagaciones. Pues bien, poneos en mi lugar. Vedlo como lo
veo yo. Lo que quiero decir es que imaginéis que sois yo, que sentís esa
preferencia especial por el vello y que tenéis delante, a escaso medio metro,
dos pedazo de maromazos peludos, uno con un culo de veintidós años lleno de
pelacos negros como el carbón, rizados, con una raja y un ojete tan negros que
solo se intuye que hay un agujero porque veis que entrando y saliendo del mismo
hay un troncho con dos pelotas colgando, también peludas;
y otro de treinta y pocos años, con un culo de deportista, duro y
tapizado por una tupida pelusa rubia, como ya dije al principio, que se
vuelve más oscura en la raja y prácticamente negra en el ojal. A esto añadid la
penumbra, el olor a sexo, el morbo… Creí que me volvía loco. “To” perro me lanzo
sin pensarlo y me pongo como un poseso a comer: del culo negro a las pelotas
rubias, de las pelotas rubias al ojete oscuro, del ojete oscuro al negro… y así,
un sinfín de veces. Incluso lamo el rabo de Pablo mientras entra y sale
frenéticamente del ojal de Nacho. Una locura, vamos.
Tras unos minutos de enajenación febril la cordura hace
acto de presencia e intento relajarme, porque si no estoy viendo que voy a
terminar mi gayola regando los dos culos peludos que tengo ante mí y yo deseo
alargar la experiencia cuanto sea posible. Me incorporo y pego mi pecho a la
sudorosa espalda de Pablo y me muevo para que sienta mi vello cosquilleando su
dorsal. Paso mis brazos por delante, acaricio sus marcados pectorales (también
velludos, ¡cómo no!) y le agarro un
pezón con cada mano. Tiro suaves pellizcos que mi colega agradece a modo de
quejiditos. Y voy acercando cada vez más mi nabo a su culo. Encajo mi miembro
entre sus glúteos y su reacción es ahuecar un poco su cuerpo separándolo
mínimamente del de Nacho y
pegándolo más a mi vientre. No sé qué pensar, aunque se me ocurren mil cosas. No
obstante una idea predomina por encima de todas.
Me agacho un poco y acoplo mi rabo entre sus muslos,
notando en mi capullo el golpeteo de sus cojones mientras sigue petando el culo
al otro pavo. Mi miembro, como si tuviera vida propia asciende sin pedirme
permiso hasta dar con el agujero de Pablo y siento el roce de sus vellos. De
nuevo me da ese subidón que solo se produce en momentos contados. Apoyo mi
capullo en su ojal y estoy pendiente de su reacción. No se hace esperar. Pablo
gira un poco el rostro y me sonríe. Escupo en mi polla y empujo. Introduzco el
pene hasta la corona del glande, con mucho esfuerzo, casi con violencia. Pablo
contrae su esfínter alrededor de mi rabo y lanza un gemido de dolor. En ese
instante soy consciente de lo generoso que está siendo conmigo: ¡me está
entregando su virginidad como si fuera un precioso regalo! “¡Joder, macho!” le
digo, “¿por qué no me has dicho que…?” Y amago con salir de él. Pero él me
oprime el rabo para impedirlo y me dice: “Sigue, tronco, no pares, sigue, sigue,
por favor”, casi con tono de súplica. Lo penetro con delicadeza, milímetro a
milímetro, abatiendo con mi ariete las defensas de su santuario como si tratara
de derrumbar el portón de una fortaleza medieval. Con todo mi trozo de carne
caliente dentro de sus entrañas más calientes aún, Pablo se empieza a relajar. Y
a disfrutar. Y yo me pongo a darle “pim, pam, pim, pam.” Y él “pim, pam, pim,
pam” invadiendo las cavidades rectales de Nacho. Y yo “pim, pam, pim, pam”; y
él, “pim, pam, pim, pam.” Y mis pelotas golpeando las suyas; y las suyas
golpeando el culo de Nacho. Y mi rabo entrando y saliendo del angosto canal de
Pablo, mezclando mis pelos negros con los suyos rubios al entrar y dejando
pegados a mi cipote sus pelos rubio oscuro al salir. Los tres en plan burro
sudando como putos cerdacos; goterones por todas partes. Nacho bufando como un
potrillo, Pablo relinchando como un semental pura sangre y yo bramando como un
toro de lidia. Y “pim, pam, pim, pam.” Frenesí máximo. Pero se ve que ninguno de
los tres queríamos soltar leche. Nos desenganchamos y nos tumbamos los tres para
recuperar las pocas fuerzas que nos quedaban. Pero los rabos no se bajaban ni
“pa dios.” Eso sí, ninguno de los tres dejamos de sobarnos los genitales.
Obviamente, el primero en recuperar fue Nacho. El rabo que
tenía más a mano era el de Pablo, que estaba tumbado en el centro. Lo agarró y
le echó un escupitajo desde arriba. Acto seguido se sentó en él, de frente a mi
colega, y lo cabalgó arriba y abajo. Me levanto y me pongo delante del careto
del chaval, de espaldas a Pablo, que desde abajo tiene un magnífico ángulo de
visión de mi espalda, mi culo contrayéndose y mis huevacos colgando como un
badajo. Nacho se mete en la boca mi cipote y se lo come con ganas, como si le
fuera la vida en ello y sin importarle lo más mínimo que antes hubiera estado
dentro del culo de Pablo; y todo eso mientras brinca sobre la polla de mi
colega. Momentazo, por supuesto.
Noto la mano de Pablete en mi gemelo derecho llamando mi
atención. Vuelvo la cabeza y veo que me hace uno de sus gestos, seguido de una
señal con la mano mostrando solo dos dedos. Parece que se ha creado una conexión
especial entre nosotros porque le entiendo sin necesidad de palabras. Me voy
detrás de Nacho, me pongo de rodillas y empujo la espalda del chaval hacia el
pecho de Pablo, que separa los muslos y deja que me acomode entre ellos. Otra
formidable visión ante mí: el rabote de Pablo entrando y saliendo de ese culo
prieto y peludo. Saca Pablo el rabo por completo y pego el mío al suyo, nuestros
capullos juntos, nuestros tronchos pegados, nuestros huevos hermanándose en
fraternal comunión. Y ¡hala! Los dos “pa” dentro a la vez y de golpe. Nacho
profiere un sonido gutural mezcla de dolor y placer pero no hace nada para
desenchufarse. “Así, así”, empieza a gritar. Y goza como un cosaco teniendo
nuestros dos rabos dentro, duros como lanzas en ristre. No menos que nosotros,
claro, que la sensación de tener pegado tu rabo al rabo de otro tío, baboso,
palpitante, caliente y ambos juntos dentro de un orificio húmedo y angosto es
una emoción impagable.
No soy capaz de calcular el tiempo que permanecimos así los
tres. Aquello parecía un tiovivo, con los caballitos subiendo y bajando: cuando
el rabo de Pablo bajaba, el mío subía, sucesivamente,
restregándose acompasados el uno
contra el otro y al mismo ritmo y así, incesantemente, frote de rabos y glandes
dentro de aquella oscura cueva mientras le rompíamos el culo a dos bandas. Y el
tío disfrutando de nuestras vergas como si fuera nuestro perraco particular.
¡Qué pasote fue aquello, chavales, de lo mejor que he vivido! (Aunque he vivido
una situación similar, que ya contaré en otro momento).
En lo único que podía pensar era en culminar con una buena
corrida y lo que sería preñar ese culito y sentir a la vez la lefa caliente de
mi colega pringando todo mi rabo, mientras yo pringaba el suyo con mi lefazo; y
sacar juntos los rabos del agujero y contemplar cómo la mezcla de nuestras
leches brotaba de ese culo profanado por dos miembros sacrílegos. Pero no
ocurrió así. “Correos en mi cara”, dijo
de pronto Nacho. Como habréis observado, el chaval es parco en palabras, pero
cuando dice algo, sienta cátedra, jejeje. Pablo y yo nos ponemos de pie encima
de la cama y nos pajeamos casi con rabia delante de la cara de Nacho, que
permanece de rodillas. Mi colega me pasa
un brazo por encima de los hombros y yo hago lo propio; como dos buenos
camaradas. Como él se masturba con la derecha y yo con la izquierda, la postura
es genial. Cada uno a su rabo, faltaría más. Nacho se mete en la boca cada rabo,
de forma intermitente, o saca la lengua y los dos le atizamos pollazos en la
misma, o nos agarra las pollas y se mete las dos juntas en la boca y hace amagos
de arcada, atragantándose. Su persistencia es admirable hasta que logra su
objetivo. Pablo me mira con los ojos fuera de las órbitas, yo asiento con la
cabeza y los dos empezamos a dispararle lefazos a diestro y siniestro,
poniéndole perdido de lefa el careto, el cuello, el pelo, el pecho… Nuestra
ducha de leche de hombre le resbala por todo el cuerpo y le llega hasta el
pubis; se lo dejamos chorreando. Se pasa la mano por los trallazos de esperma y
se empieza a pajear el rabo como un perturbado. “Por favor, tumbaos”, nos dice.
No se lo podemos negar. Nos tumbamos los dos en la cama, casi pegados. Nacho, se
levanta. Pone la pierna derecha entre los muslos de Pablo y la izquierda entre
los míos. Con los ojos en blanco y gimiendo a lo bestia dispara su lefote como
si saliera de una manguera que él mueve hacia los lados y nos salpica por todas
partes; bañados en leche nos deja, con su lluvia de semen. Menudo bomberote está
hecho el cabrón. Se hace un hueco entre los dos y así, los tres, nos quedamos
“tiraos” en la cama durante un buen rato, totalmente derrengados.
Aunque parezca mentira, todo esto debió de transcurrir en
hora y media, más o menos. Una sesión intensa, pero no excesivamente larga para
todo lo que en ella ocurrió. Después de un sueñecito de una hora o así nos
levantamos. Serían como las cinco de la tarde (¡Anda! ¡Mira qué hora más
literaria! ¡Y tan apropiada para la
“faena”! –Esto va dirigido a los que leen a Lorca–. Jeje). Nacho se fue
directamente a la ducha y Pablo sugiere encargar unas pizzas. Perfecto. Ayudo lo
que puedo en la cocina, vienen las pizzas, las devoramos en un santiamén y Nacho
dice que se tiene que ir, que se vuelve a su casa, que va a perder el tren o el
autobús (no recuerdo cuál de los dos exactamente). Y se pira. No lo volvimos a
ver.
“Oye, tronco, no te irás a marchar tú también, ¿no? Que yo
no he quedado con mi piba hasta las diez.” “Pues no sé, socio, me tendría que ir
ya, pero es que estoy ‘reventao’.” “Pues venga”, me dice Pablo, “vamos a
descansar otro rato.” Y nos volvemos los dos a su cama a echar un sueñecito.
Poco antes de las siete me despierto, tripa abajo, con una
notable y conocida opresión en el vientre: la clásica trempera matinera,
(“morning wood” en inglés o erección matutina, en castellano, o tumescencia
peneana nocturna, que diría un doctor, jejeje)
pero en vez de matinera, vespertina. Casualmente estoy girado hacia la
derecha y por esas cosas del azar mi colega está girado hacia la izquierda. Veo
que él está en el mismo estado que yo. Si es que somos dos putos salidos, que
nos pasamos el tiempo cachondos. ¿O acaso es ese el estado inherente a
la condición masculina? Debería haberme
levantado, darme una ducha y pirarme, pero estaba tan a gusto que no se me
ocurrió otra cosa que acercar mi cuerpo al de Pablo que, aún dormido se cambió
de lado, propiciando que yo me juntara más a él y pasáramos un más que
placentero rato “en cucharita”. Nunca antes había dormido así en la cama con
otro tío, si exceptuamos a mi hermano, claro (y, por supuesto, también con la
que entonces era mi mujer, pero solo en la primera etapa del matrimonio), y he
de confesar que resultó ser una sensación muy reconfortante, tanto cuando era yo
el que estaba detrás de él, como cuando varié de lado y fue mi amigo quien se
puso detrás de mí y pasó los brazos por delante, pegando su pecho a mi espalda,
sus muslos a los míos y claro, su cálido miembro, que de vez en cuando pegaba un
brinco y me sobresaltaba, apretado contra mis nalgas. Ni una caricia, ni un
beso, ni siquiera un morreo salvaje entre machos.
Pero empezaba a hacerse tarde. Finalmente me levanté y me
fui derechito a la ducha con todo el pene erecto. Pablo rezongó algo pero hice
caso omiso. La ducha fue purificando la mezcla de “fragantes” aromas que
desprendía mi cuerpo y me sentí como uno de los “inmaculados” de “Juego de
Tronos.” “Perdona, tío, pero se me va a echar el tiempo encima. ¿No te importa
si…?” “¡Qué va!”, respondo, “ya hemos compartido hoy tantas cosas que una más…”
Se mete Pablo en la ducha; yo, bajo el agua, quitándome el jabón; y él, detrás,
cogiendo el gel. Noto entonces un chorro caliente donde no debería, me vuelvo y
Pablete, muerto de risa, me está meando. “Joder, macho, pero cabrón, ¿qué haces?
¿Estás marcando territorio o qué?” No para de reírse, me mosqueo un poco y me
pongo a mearle a él. Los dos apuntándonos con las colas morcillonas y
rociándonos de meo por todas partes, hasta llegar a la cara incluso. Y al final,
se volvió a liar. Los dos rabos cobraron vida de nuevo. Yo sigo bajo el agua,
Pablo se pone de rodillas y me la empieza a mamar. Me mira a los ojos sin
sacársela de la boca y me dice “Venga, Vyk, despidámonos a lo grande.”
Empapados volvemos a la cama. Me tumbo y se tumba encima de
mí. Él para un lado, yo para el otro. Ya imagináis, ¿no? Un pedazo de sesenta y
nueve de la hostia. Pero de los buenos, ¿eh? Con comida de polla, huevos, ojal y
lo que se terciara. O sea, un sesenta y nueve de lo más completito. Y encima,
cadencioso y simultáneo. Esto es: si Pablo me comía el ojete, yo se lo comía a
él; si yo me metía sus huevos en la boca, él hacía lo mismo con los míos; que él
me pasaba toda la lengua por la raja del culo, yo se la pasaba a él; que yo le
zampaba el cetro a saco, él me zampaba a
mí mi bastón de mando; sí él bajaba la intensidad, yo iba con más pachorra.
Hasta que todo se descontroló y ya no disminuyó la vehemencia con la que nos
papeábamos los nabos. Nos corrimos a la par, cada uno en la boca del otro, en
total connivencia, sin avisar y sin consultar. Me tragué su leche. Y él se tragó
la mía. Lo hicimos mirándonos a los ojos, como si hiciéramos un pacto de eterna
hermandad pero en vez de con sangre, con lefa. Nunca había tragado la lefa de
nadie pero, por la razón que fuera, con Pablo no me importó. Y nunca he vuelto a
tener en la boca la leche de otro tío.
Ni había ya tiempo de volver a la ducha ni era necesario,
por otra parte. Ni siquiera me enjuagué la boca. Me vestí y nos despedimos con
un apretón de manos y un abrazo. Todo eso había sucedido en menos de
veinticuatro horas. Creo que por aquel entonces aún no se había acuñado el
término “bud sex”, pero os aseguro que cualquiera que hubiese sido testigo
impasible de lo que allí ocurrió, habría dicho que la mejor definición del
vocablo habría sido aquella que describiera rigurosamente
lo que allí pasó. Cierto que no fuimos los precursores de esa práctica pero, de
algún modo, sí que fuimos una especie de pioneros.
Llegué a mi casa y no había nadie. Me desnudé, me
despatarré en el sofá, cerré los ojos y me hice la tercera paja de las últimas
horas evocando todo lo que había vivido en ese día. Sorprendentemente, aún
quedaba leche en mis pelotas; una pena que no tuviera un colega a mano para
compartirla.
A Pablo no lo volví a ver más. Miento. Sí que lo vi otra
vez: hace un año y pico (yo ya me había mudado fuera de Madrid, pero bajaba de
vez en cuando añorando la metrópoli). Paseaba yo por la Gran Vía madrileña, por
Callao, para ser más concretos, que iba a la Fnac, y vi a un tío que me lo
recordó. Rubiete, más cachas y con el pelo más corto, acompañado por dos
chavalines que rondarían entre los trece y los quince años (¿Sabrían estos dos
lo pajillero que es/o que había sido su padre?) Me quedé observando un instante
cuando vi que hacia ellos se dirigía una mujer, también rubia, que salía de una
tienda cercana con dos o tres bolsas. Me hice como el encontradizo. A eso de dos
metros de distancia vi que, sin duda alguna, era mi antiguo colega. Me reconoció
al instante. Cruzamos una breve mirada de complicidad durante unos segundos y
una efímera sonrisa afloró en nuestros labios. Ninguno de los dos dijo nada,
pero el recuerdo indeleble de aquella aventura perdurará para siempre en mi
memoria.
FIN